Esta es una colección de cuentos que Rubén Darío Acosta Hilario empezó a escribir hace un año, con la idea de contárselos a su hijo menor, pero luego llegó el nieto y pensó que tal vez sería bueno que también a él se los leyeran.
Sin embargo gracias a la generosidad del autor ahora se los daremos a conocer en este espacio, he aquí el primero de sus cuentos, se llama “La culebra de agua”.
Atentamente
Andrés Arias Jurado
Jefe de Información del Regional de la Costa
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“LA CULEBRA DE AGUA” Primera parte
La lluvia no cesaba desde hacía cinco o seis días.
Las tortuosas calles del pueblo, así como las campiñas se veían desiertas. Nadie se atrevía a salir de sus casas sino por alguna razón verdaderamente urgente. Bueno, eso de decir “nadie” solo es un decir, porque los chicos si se aventuraban afuera aun con la desaprobación de los mayores, porque es bien sabido que los niños difícilmente se quedan quietos por más de una hora. Como todos los años, la temporada de lluvias había llegado desde hacía tres meses, junto con las festividades de San Gregorio, uno de los santos más milagrosos, al que se le atribuían curaciones portentosas, razón por la que competía con San Nicolás Tolentino. Cada cual tenía su capilla donde los fieles veneraban sus imágenes. Las capillas estaban fabricadas, al igual que las casas, con paredes de adobe y techos de zacate de loma y por esta misma razón, tanto las capillas como las casas se veían afectadas cuando había tapaquiagües.
En esos temporales era casi imposible determinar la hora, porque el sol no se asomaba en varios días y eran muy escasas las personas que poseían un reloj. La gran mayoría de ellas se regían por el movimiento solar o por el sonido de la campana de la iglesia, que invariablemente sonaba a las doce del día y de la noche.
Dentro de una casucha sorprendentemente pequeña, se encontraba la Tía Nana Tona, que era una mujer añosa de considerable estatura que vestía camisa de manta y enaguas floreadas. Lucía una blanca y abundante cabellera, ojos zarcos y mirada tan intensa que podría decirse que traspasaba las barreras del alma al mirar. Luchaba por encender el fogón utilizando carbón y una raja de ocote que había tomado de la improvisada alacena hecha con dos tablas fijadas con un lazo a la pared de enrejado y lodo y que, por cierto, era el único lugar seco dentro de la choza. Acercaba la tea encendida a los carbones humedecidos esperando que el calor los secara y se pudiese iniciar la combustión, al mismo tiempo que proseguía recitando la letanía que durante todo el día había repetido incansablemente. Del otro lado de la pequeña estancia y sentada en el suelo con las piernas flexionadas en la posición de cuclillas, otra mujer también añosa, pero bajita, robusta y de tez trigueña, la Tía Nana Güeya, saboreaba un delicioso puro de hoja de tabaco. De ese excelente tabaco que se produce a escasos quince kilómetros del pueblo, en las fértiles tierras bajas de la confluencia del arroyo de “la Palapa” y el rio “Santa Catalina”. Al aspirar el aromático humo, Tía Nana Güeya pensaba, preocupada, cuanto más duraría ese mal tiempo y preguntó, más como para sí misma:
-Hay, madre, ¿será posible que no deje de cai l´agua después de tantos días?
Tía Nana Tona volteó a verla y, con un profundo suspiro de preocupación, contestó: -No sabemos, Güeya, no sabemos. A nosotros no nos toca eso, solamente a Dios. Y continuó con su tarea. Tía Nana Güeya volvió a aspirar el puro mientras elevaba los ojos al cielo representado por el techo de zacate donde ya se había abierto paso la lluvia y formaba grandes goteras. Tía Nana Tona puso fin a la conversación diciendo en tono resignado: -Hay que seguirle al rezo porque si no, el pueblo se va a perder en agua. ¿Escuchan la campana? Ya están dando las doce, vamos a rezar el ángelus.Al terminar la oración comieron unos “ticazos” -que son tortillas deshidratadas- acompañadas con sal y queso seco.
Mientras comían, dejaron las oraciones y conversaron sobre temas triviales. Inició la conversación una tercera mujer, añosa también, de estatura media y considerablemente pasada de peso y, al igual que las otras dos, descalza. Era la Tía Nana Quita. -Qué bonito se oye el sonido de la campana cuando da las doce: ladino, ladino. Yo creo que no hay otra campana igual a la de nosotros, en todo el mundo.
Tía Nana Tona replicó: -Sí, hay otra. Dice el señor cura que en Roma tienen una igual.
Terció Tía Nana Güeya: “Pues ha de ser parecida, porque esta, cuando toca, se escucha hasta en Cerro de los carrizos, y ese pueblo está muy lejos. Ya ven que esta la trajieron los gachupines y en España hacen buenas cosas. Ahí está el piano de don Manuel Romero, ese lo trajieron desde España”.
-Hay, Güeya, -aclaró Tía Nana Quita- ¡Si esos gachupines están más locos que otra cosa! De seguro que la campana la hicieron mero en Roma, porque allá sí que saben su oficio, ¿No ves que allá está el santo Papa? Allá están casi, casi, en el cielo.
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