Por Cesar González Guerrero.
Si de algo estamos orgullosos quienes formamos parte de la generación de los años sesenta, es precisamente de nuestro origen campesino. No hay mejor escuela que haber vivido los primeros 12 años de infancia en el campo, al lado de nuestros padres y hermanos, aprendiendo desde los 5 años, cómo se hace producir la tierra.
Y es que después de la jornada diaria como campesino, sí disfrutamos los momentos de juegos infantiles en aquellas noches obscuras; sí que fueron tiempos muy inolvidables los que después del gran esfuerzo realizando actividades no propias para niños, sentados en forma circular o recta, en el patio de algún vecino, o simplemente en medio de las empolvadas calles, los mayores de edad nos entretenían con pláticas de todo tipo, de historias inventadas, de cuentos sin final, y de leyendas de espanto.
Al final del día de casi todos los días, se hizo costumbre reunirnos sanamente y con la permanente vigilancia de nuestros padres que nos permitían algunos minutos de convivencia familiar. Esto en virtud de que en esa época las casas se Inter comunicaban a través de los inolvidables callejones o zaguanes, cercas de piedra o madera. Los muros y bardas todavía no se utilizaban.
Después de las 8 de la noche el silencio casi absoluto nos permitía disfrutar de los sonidos de insectos, aves y animales domésticos que arrullaban nuestro sueño. El vuelo de las hermosas "chupamechas" hoy llamadas luciérnagas, el interminable "chillido" de las "chicharras" solicitantes de lluvia también conocidos como "pichiquíes", así como los lejanos "ladridos" de perros vigilantes de sus áreas estratégicas en los históricos barrios del pueblo, y muy de vez en cuando, los rítmicos gritos de algún solitario bohemio.
Desde luego el ritual de la jornada campesina iniciaba a las 5 de la mañana con las primeras "cantadas" de los gallos, "rebuznidos" de burros y burras, "relinchidos" de caballos y yeguas, y uno que otro ruidoso "coche" (puerco) hambriento a esa hora y "maullidos" de gatos.
Unos "ensillando", otros colocando el "juste" a sus animales de carga, preparaban lo que diariamente tenían que hacer sin que nadie se los exigiera. La rutina fue parte fundamental de una disciplina de trabajo responsable de los pequeños campesinos.
Quienes tuvimos la fortuna de estudiar entre las 8 y 2 de la tarde, por supuesto que el estudiar nos hacía ser diferentes a quienes no asistían a la escuela. Para empezar éramos privilegiados por que en la escuela, aparte del recreo, nos permitía estar bajo la sombra de un salón de clases, y desde luego el simple hecho de no realizar trabajos en el campo nos daba la grata sensación de ser más y mejor que otros. El valor adquirido como estudiante también servía para demostrar que las categorías sociales dignificaban el prestigio de cada uno los pequeños.
Complementariamente, la jornada campesina ayudó a que muchos amigos de nuestra generación, hombres y mujeres, a esta fecha recibimos un título profesional que solo lo otorga el esfuerzo, me refiero al Título de Campesino. Y es que ese título solo se adquiere en el lugar de los hechos, en el surco y la batalla diaria de hacer producir la tierra. Quienes tenemos los dos títulos, uno como profesional y otro como campesino debemos estar orgullosos de ello.
Y por supuesto que debemos agradecer a nuestros padres el que seamos parte de esta cultura del esfuerzo y no del privilegio.
¡¡Vivan las inolvidables Jornadas Campesinas!!
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