Lo que es México, no tiene parangón. Los españoles, conquistadores que utilizaban el acero toledano para hacer entrar al cielo a idólatras y herejes. Que en Cholula, luego del banquete masacraron a una multitud porque orinaron rojo después de comer pitayas. Pedro de Alvarado y otros similares, no sabían que los nativos eran seres humanos; los confundían con objetos o sujetos que la naturaleza había designado para un uso rastrero.
Estos engendros peninsulares que traían la sífilis, el escorbuto, la lepra y la viruela, quedaron perplejos ante los altares y recintos, templos y palacios, donde se practicaba el sacrificio humano, untando el corazón de los jóvenes y doncellas al apaciguamiento de los dioses, a veces por la cosecha o simplemente por ocio.
Entonces los Días de Muertos eran ya una institución teocrática de cánticos lúgubres y oraciones gimientes. Los españoles llevaron a su metrópoli la noticia de que en la Nueva España la vida secundaria era tan importante como la primaria y que había que festejar con alegorías seculares, para cancelar del olvido a los que se nos fueron por anticipado.
México como nunca llega hoy a esta romería en una situación de millares de muertos cobrados por una pesadumbre que muchos no entendemos. Recordamos a todos los difuntos, a los grandes y a los niños, a los perdidos, a los anónimos, a las víctimas, a los daños colaterales, a los fieles e infieles y a los inocentes. Amén.
PD: “Toda guerra, es una guerra civil”: Jean Paul Sartre.
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