Lo conocí en la cárcel de Hogar Moderno. Tras las rejas los hombres disminuyen. Octaviano no. Olvidé el año: éramos tan jóvenes. De aquellos recuerdos poca gente queda. Mi agenda disminuye. Cada rato borro números telefónicos y e-mails, porque desaparecen sus destinatarios.
Ya tenía Santiago entonces la mirada de resurrección. Ni en su sombra confiaba. Alguien le perdonó la vida apresándolo y presentándolo ante la prensa, como un baluarte devastado. Tan chamaco y tan viejo que parecía. 23 años a lo sumo.
La pobreza es consejera pérfida de los rebeldes.
Escribía entonces yo en El Trópico, contra aquellos molinos de viento. También carecía de la desconfianza que se adquiere con el tiempo. Lo creí y sentí mártir y redacté páginas furiosas contra las injusticias. Nunca fui su amigo porque “la prensa vendida”, como nos llamaba, no le era atractiva. Sabía que le servíamos, aunque prefería el retruécano para descalificarnos y calificarse. Eran heroicos quienes tuteaban al cuarto poder.
Su vida fue vaivén de altibajos. Encarcelaban a quien pegaba un cartel de propaganda en paredes, que aún no olvidan los balazos.
Una junta de vecinos era sospechosa. Grupo de universitarios reunidos, era blanco inmediato de gobernación que atisbaba en busca de delatores que sobraban. El filo de la navaja fue la única
disyuntiva a la mano para quienes creían poder quitarnos el yugo capitalista, metralleta en mano.
Era tan grande el pantano para no hundirse en sus lodazas, como enorme la hazaña de lograr hacer capitular a las instituciones.
Ingrediente indispensable: en todo ese barullo revolucionario, prevalecía un ingenuo romanticismo, que también estaba prohibido murmurarlo, porque los guerrilleros lo creían de cierto.
Lo sorprendente de Dionicio es que nunca se “rajó”.
Los años jamás lo sacrificaron. Débil de tantos desencantos, se fue apergaminando. Alcanzó a vivir el amanecer democrático.
La izquierda se convirtió en “izquierda” sin que los afectados lo percibieran. Cambiaron los gritos y las proclamas:
En vez de “libertad, patria o muerte”.
“Nunca más una nómina sin nosotros”.
Octaviano lo supo, pero no lo quiso denunciar. Vio al profesor Pineda transformarse con las migajas del presupuesto. No le extrañó que Pablo Sandoval siendo presidente de la mesa directiva del Congreso federal, no lo volteara a ver. Ni que Ríos Piter le aplicara la indiferencia desde las cúpulas de la Dieta.
Hoy, las noches de corretizas, los fangales de traiciones, los soplones que vendían la sangre de sus compañeros, la soledad del calabozo, el mendrugo, los “guerrilleros arrepentidos”, el hambre que tartamudea, los valientes que te acompañaron y las mujeres que convertían sus hogares en guaridas de fugitivos. La falta de dinero, de apoyo y comprensión. Los hermanos que huían, los hijos que te negaban, los azotes, la infamia sobre la martirizada carne del prófugo. La cosecha de todo eso la está disfrutando la “izquierda” de rapaces, almidonada, los Jorrín, Sofíos, Oliver, Zeferino (ji-jí), Carlos Alvarez, Napoleoncito, los Monreales, y tanto tránsfuga de cuello blanco que simula seguir tus fines y proseguir tus corolarios.
¡Ay, Dionicio, si hubieras sabido para quiénes trabajabas!
Cuando sembraste rosales, cosechaste siempre espinas.
Ahora a todos, les mereces respeto. ¡Cómo no! Si tú sembraste la cepa que a tanto usufructuario sacó del anonimato.
¿Sabrán estos infames que la libertad se riega con sangre. Que la democracia crece con sufrimientos y privaciones. Que la justicia sólo con sacrificios se logra?
¡Qué van a saber estos florentinos y ramos, los pedestres y las acémilas -que cobran cada mes en el congreso casi medio millón de pesos-, de trincheras y escaramuzas donde lo que se juega en la ruleta de la lucha civil, es la vida.
Capitulaste Santiago antes de que Luis Walton abrogara los 110 mil pesos que por mes los regidores de “izquierda” en Acapulco, atracan por sus “servicios”. No lo viste, pero te lo aseguramos.
Huérfanos dejas por todos los lados.
No cualquiera se atreve a ser como tú fuiste.
Un lucero te acompañará siempre: desde niño fuiste valeroso.
PD: “Morirse, es como dejar un vicio”: Víctor Hugo.
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