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Por Carlos Loret De Mola
A la mañana siguiente a que alguien disparó para matarlo, Ciro Gómez Leyva dijo en su programa de radio que él no caería en la tentación de culpar a nadie porque no tenía elementos. Lo que encontró como respuesta del gobierno fue un desenfrenado apetito por exonerar a alguien: al presidente Andrés Manuel López Obrador.
Desde las voces afines al poder se echó a andar una campaña para presentar al periodista como principal sospechoso del ataque en su contra.
Lo revictimizaron, criticaron su reacción en medio de un intento de asesinato y lo acusaron incluso de tener una camioneta blindada, como si el clima de violencia contra los periodistas en México no fuera el peor del mundo, literalmente.
Luego se alentó la versión de que detrás del atentado estaba el narcotráfico. Que si por algún reportaje, comentario o entrevista. ¿Las poderosas organizaciones criminales no calcularon que un ataque a alguien de tan alto perfil iba a obligar a una reacción del gobierno?, ¿por qué les interesaría despertar un clima hostil si están viviendo un sexenio de oro: tienen poder económico, influencia política, libertad de actuación y abrazos en vez de balazos?, ¿por qué querrían descomponerle el tablero a su principal aliado estratégico, el presidente AMLO?
Y la cereza la puso el propio López Obrador en su conferencia mañanera de ayer: después de descalificar a Ciro y tacharlo de “vocero de los conservadores” (fuimos varios los señalados en esa lista) sugirió que sus adversarios podrían haber orquestado el atentado con tal de desestabilizar a su gobierno. El remate de López Obrador fue de antología: “Ahora se hacen las víctimas”, dijo burlón en referencia a los periodistas, incluyendo a quien había sido justamente víctima de un intento de asesinato.
El objetivo central ha sido que permee la idea de que AMLO no tiene la culpa del atentado. Sí la tiene. Lo único que está por verse es en qué grado. Porque en lo que se decantan las hipótesis, hay algo innegable: el responsable principalísimo de devaluar la vida de un periodista en México es López Obrador que, desde hace cuatro años, todos los días, sin cesar, insulta y descalifica moralmente al gremio. Ha fomentado una atmósfera en la que violentar a un periodista no es grave porque se lo merece.
La normalización de la violencia, los asesinatos de periodistas, las agresiones a la libertad de expresión desde todos los niveles de gobierno, empezando por el presidente, lo ilustran por igual. En la mañanera siguiente al atentado, 57 minutos después de solidarizarse con Ciro, ya estaba agrediendo a otros medios de comunicación y periodistas. Con Ciro tuvo la “cortesía” de esperarse hasta el lunes para calumniarlo.
El adoctrinamiento de cada mañana nos ha dejado claro que, en el México de López Obrador, él es quien pone las reglas. Y se vale pisotear la ley, abusar del poder, embestir contra la democracia y suprimir moralmente al que piensa distinto o se opone a los designios del líder.
Ese es el mensaje. Un mensaje de violencia y de odio. El responsable inicial es uno: es el que vive y despacha en Palacio Nacional. Los ejecutores de esa nueva doctrina son muchos y gozan de impunidad.
Nadie está a salvo.
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