Por: Emilio Bustos Aguilar Foto Archivo: Andrés Arias Jurado
Por no ser digno de mención omitiré el nombre del azoyuteco que fungiendo como Síndico Procurador cometió la estupidez que aún ser –presumiblemente humana- puede ocurrirle a cualquiera, al ordenar la quema del archivo general del municipio.
Aunque la ignorancia no esté reñida con la inteligencia, todo hace suponer que quien comete este sacrilegio, su condición aparentemente racional linda en lo contrario, porque solo una mente desquiciada determina acciones de tal naturaleza, con los cuales ocasiona graves daños a la comunidad porque con esas cenizas borra toda la rica e interesante historia de su pueblo. Un individuo, aunque sea ignorante, pero con pizca de inteligencia, jamás es capaz de tal atrocidad. Sin embargo, Azoyú, para su desgracia, en su devenir histórico contó con gente de tal naturaleza que se desempeñó como Síndico Procurador…
Es la razón por la que es difícil precisar hechos y acciones que aquí tuvieron lugar y que son parte importante de su historia; para la tarea encomendada preferimos la historia escrita desprovista de sectarismos y apasionamientos, aunque también es cierto que quienes escriben, por regla general son los vencedores, pero la preferimos a la oral referida por los ancianos porque la memoria es infiel y, por lo general, en las evocaciones, los viejos las barruntan con dejos de rencor que no se justifican; por tanto, además de incompleta, es ajena a la realidad, que en sí, es la intención de éste servidor.
Corría el año de 1938 y la efervescencia política estaba en su apogeo, enfrentados como estaban latifundistas y agraristas; éstos con el pleno respaldo del gobierno del general Cárdenas que promovía la creación de ejidos y aquellos contra una disposición que afectaba en gran medida sus enormes propiedades.
Era una guerra sin dar ni pedir cuartel.
Con el pretexto de la expropiación petrolera y ante el peligro de nueva invasión yanqui por haber afectado intereses gringos se formaron las “reservas rurales” en cada comunidad de la república, pero en realidad eran el soporte armado de los nuevos dueños de la tierra, que provocaría, irremediablemente, sangrientos choques, como el que ahora narramos:
El sector indígena secularmente marginado y ahora políticamente fortalecido por las nuevas leyes que reglamentaba la tenencia de la tierra ejerció su derecho de intervenir en la designación del candidato; problema que desde siempre correspondía resolver a “los de razón”, es decir, a los ricos, a los terratenientes.
Llegados los tiempos electorales, los indios, y sus líderes que promovían la aplicación de las nuevas leyes agrarias, propusieron y sostuvieron como su candidato a don Alberto Soto y su contraparte a un tal Manuel Moctezuma, mejor conocido como “cotorra”, oriundo de Ometepec, recién radicado en la cabecera pero seguramente con fuertes compromisos políticos porque desde luego representó a su grupo como el candidato de los “de razón” para la presidencia municipal.
Aunque el partido político ahora conocido como PRI entonces era el “PNR” y contaba apenas con nueve años de edad ya se perfilaban las mañas que lo inmortalizarían en la historia de México, porque por quedar bien con Dios y con el diablo, permitió, avaló y solapó el fraude para sacar como triunfador del proceso electoral al candidato de los terratenientes, provocando el natural descontento entre los agraristas que también se consideraban vencedores, y ardió Troya.
Don Manuel Moctezuma y secuaces, posesionados del ayuntamiento, procedieron a “administrar” como autoridades y entre sus primeras disposiciones ordenó el encarcelamiento del que con él había contendido en las elecciones. El señor Soto, hombre íntegro, honesto, de comportamiento general irreprochable, al ser requerido desde luego atendió el llamado de “la autoridad”, ajeno a las aviesas intenciones de su contrincante político; acompañado de su esposa doña María Priego Abundis llegó al palacio municipal.
Moctezuma, sin recibirlo y menos explicar las razones del llamado ordenó su inmediato encarcelamiento; por la sorpresa, la arbitrariedad, por lo injusto del trato Soto protestó al tiempo que soltándose del brazo de su esposa corrió rumbo a casa de Irineo Germán, uno de los líderes agraristas; al grito de “el preso se va”…desde la ventana del despacho presidencial don Manuel Moctezuma ordenó: “¡tírenle!” orden que de inmediato acató Fernando Martínez, comandante de la policía urbana, cayendo abatido el señor Soto por un balazo de escopeta en la cabeza. Ernestina Bazán, Clara Aguilar, Heladia y María Priego, encabezaron a las mujeres que encabezaron el movimiento de protesta por el artero asesinato de don Alberto Soto; convocaron a las defensas rurales; éstos a la vez solicitaron apoyo a las de Ometepec, Juchitán y Huehuetán; lo anterior dio como resultado que al día siguiente, antes de sepultar el cuerpo de Soto, don Manuel Moctezuma (a) “Cotorra” estaba muerto.
Líneas arriba señalamos que Moctezuma y amigos posesionados del palacio municipal pensaron que era suficiente y que podría gobernar, lo que facilitó la acción de los grupos armados llegados en el curso de la noche para sitiarlos; un rural anónimo, imitando la voz de un militar convenció a don Manuel para abrir la puerta, que esperaba el ansiado auxilio y, al hacerlo lo que recibió fue una lluvia de plomo que lo dejó sin vida…
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