Humberto Padgett, ganador del Premio Nacional de Periodismo en la categoría de crónica, publicó “¡Aviéntales el cerillo, son secuestradores!”, en la revista Emeequis.
Se reproduce un fragmento de la crónica del periodista Humberto Padgett, ganador del Premio Nacional de Periodismo 2012; el texto fue publicado el año pasado en la Revista Emeequis:
¡Aviéntales un cerillo, son secuestradores!
Un rumor se esparce como flama tras un chispazo en San Juan Tezompa: tres hombres querían secuestrar a unas jóvenes. Ya es demasiado. Hace poco mataron en el panteón a tres muchachos y luego a otros dos. ¡Agárrenlos y llévenlos a la cárcel! Gente del pueblo lo hace. Ahí los guardan hasta que alguien grita: “Los van a soltar”.
Hay decenas de habitantes que no están dispuestos a tolerarlo. Así que sacan a los acusados: los jalan, los insultan, les pegan, les gritan, los patean. Los receptores de tanta furia no entienden por qué. No importa. La turba ruge, enloquecida. “¡Pinches secuestradores!”. De una persona a otra se pasan un garrafón azul y una botella de Coca Cola. Ambos con gasolina. Los amenazan, los apalean, los empapan de combustible.
Y una mano anónima hace lo impensable: presiona un cerillo contra la lija de la cajita, los dedos lo lanzan al aire y éste viaja, inexorablemente, hacia los cuerpos en el suelo. La noche se enciende con ellos durante un instante. Arde el fuego en silencio. Dos muchachos y un buen hombre mueren linchados. Ninguno tenía que ver con robos o raptos. Eran inocentes.
Chalco, Estado de México.- Una mano sacude el empaque de cartón para constatar que, en su interior, existen suficientes cerillos.
El minúsculo cajón se desliza hacia afuera y, en su interior, prevalece el desorden entre las varitas de papel encerado de tres centímetros y medio de largo con punta inflamable.
Es la noche del viernes 10 de febrero de 2012 y aquí, en San Mateo Huitzilzingo, esos pabilos son un arma mortal.
El índice y el pulgar de la otra mano escogen un fósforo, lo extraen y cierran la cajita.
La multitud contiene el aire.
Espera.
Vibra.
Exige.
“¡Ya préndanles fuego, cabrones!”, ruge “alguien”.
No es una voz de alguien en particular, pero ahí está, insistente.
La cajita gira y muestra su canto de lija.
En la plaza pública de este pueblo dos hombres abatidos en el suelo se quejan.
Respiran aún.
Los bañan con gasolina.
El tercero, casi un niño, está tendido a pocos metros.
Ya ni golpean su bulto.
No tiene caso, está muerto.
De todas formas también lo impregnan con combustible.
“¡Ya aviéntenles el cerillo!”, demanda la turba.
La cabeza del cerillo raspa la superficie áspera de la lija.
El jalón es firme.
El agregado de azufre respira y traslada las partículas necesarias de oxígeno para que el compuesto de fósforo, hecho para ganar calor de inmediato, se incendie.
Minúsculas explosiones ocurren en la cabeza coloreada, como una melena pelirroja sacudida por el viento.
El recubrimiento de parafina del cerillo se prende.
Es una pequeña antorcha.
No hace falta más.
Los dedos sacuden el pabilo, estabilizan el fuego.
El codo se flexiona, lleva la mano con dirección al hombro.
La multitud se repliega para asegurar sus propios cuerpos, pero se mantiene lo suficientemente cerca para ver el momento ansiado.
El brazo hace el resorte y los dedos sueltan e impulsan a la vez el cerillo para que éste viaje con la trayectoria de parábola necesaria.
La flama viaja hacia uno de los cuerpos tirados; la tenue temperatura de la noche evapora la gasolina.
Y la luz ardiente la toca.
***
José Manuel Mendoza Gil, a quien todos conocen como Pepe, nació el 12 de mayo de 1985 en el Distrito Federal, era el último de los cuatro hermanos que crecieron en el barrio de Peñón de los Baños, al oriente de la ciudad.
Faustino, su padre, se dedicó siempre a la albañilería.
Su salario apenas daba para mitigar el hambre familiar, así que su esposa no tuvo más remedio que trabajar en un puesto callejero de comida.
Por eso, porque debía pasar buena parte del día fuera de casa, la verdadera madre de crianza de José Manuel fue su hermana mayor, Verónica.
“Cuando fue la primera guerra en Irak —cuenta Verónica—, Pepe iba al kínder.
Un día tuvieron una excursión a la fábrica de pan Bimbo.
Él me abrazaba con mucho miedo.
No se me quería apartar”.
—¡No me dejes, manita! ¡No me dejes! —suplicaba el niño.
—Pero vas a hacer pan, mi amor —le acarició la cabeza Verónica.
–No quiero ir, me van a llevar a la guerra y tengo mucho miedo.
No quiero morir —lloró Pepe con pleno convencimiento de que algo malo le ocurriría.
—No, manito, ¿cómo crees? Yo aquí te voy a esperar.
Cuando regreses —recuerda Verónica y se quiebra en llanto al contar la anécdota— te voy a comprar una paleta de limón, de las que te gustan —la mujer jala aire, aprieta los hombros, mira al techo—.
Pero te tienes que portar bien.
—Tengo miedo de que me maten.
Poco después de que Pepe cumpliera 10 años, su padre ya no pudo pagar el alquiler de una casa.
Y como tampoco tenía manera de comprar un terreno en esa zona empobrecida del DF, se internó con su familia en el Estado de México, en un pueblo de tierra y hierba del municipio de Chalco, un lugar llamado San Juan Tezompa.
Carecía de drenaje, de agua potable corriente y de energía eléctrica.
Las calles no estaban pavimentadas.
Era extraño que pasara el servicio de recolección de basura, pero más lo era el avistamiento de una patrulla policiaca.
Dieciséis años después, todo sigue igual.
* * *
No entiende nada.
No hay modo de que pueda hacerlo.
La marea de brazos lo saca violentamente, lo arrastra desde la reducida celda para borrachos en que ha pasado las últimas horas.
Pepe intenta asirse de algo, pero no hay nada, sólo un frío piso de cemento aplanado.
Aúlla, lucha inútilmente, grita con desesperación.
Pero este viernes 10 de febrero nada logrará.
Alguien, un “alguien” absolutamente indeterminado, abre una botella de Coca Cola llena con gasolina y la vacía sobre su cara y su cuerpo.
Pepe no entiende.
Nadie le explica nada.
Lo patean.
Lo apalean.
Un puñetazo le lastima la cara.
“¡Secuestrador!”, le gritan casi a coro.
No ha dejado de escuchar esa palabra durante toda la tarde.
“¡Secuestrador, te vamos a matar!”.
Lo sacan y lo dejan caer a la entrada del edificio delegacional de San Mateo Huitzilzingo, en Chalco, Estado de México.
Está empapado.
Imposible saber si es por el sudor frío, por su propia sangre o por la gasolina con que lo han bañado.
—¡Ya, pinche Perra, échales el cerillo!
—¡Perra, no seas maricón y préndelos! —conmina otra voz en medio de la multitud.
El Perra mira alrededor.
La muchedumbre jadea, exhausta después de golpear ininterrumpidamente durante 15 minutos a Pepe, un albañil de 26 años de edad, y a Raúl y a Luis Alberto, dos jóvenes de 16 años.
La noche se incendia por un instante (…).
* * *
Pepe concluyó la primaria y estudió la escuela secundaria en Tezompa, pero no pudo continuar con la preparatoria ante el agobio de la pobreza.
En los terregosos llanos del pueblo, que delimitaban con cal y en cuyos extremos colocaban tres palos para formar las porterías del campo de juego, encontró su pasión: el futbol.
También ahí se enamoró.
Cuando la familia Mendoza Gil se mudó al Estado de México, los pocos vecinos le encontraron a Faustino Mendoza parecido con un jugador de futbol de la época, apellidado Gómez.
Faustino se convirtió entonces en El Tío Gómez, y su hijo menor, Pepe, en El Gómez Chico.
A los 15 años Pepe conoció a Arely, una muchacha de su edad, a la que al poco tiempo “se robó”, como en la tradición pueblerina se explica el hecho de que, con la aprobación de la “robada”, pero sin el consentimiento de sus padres, ella se vaya a vivir a casa de su novio o, más precisamente, a la de sus suegros.
Arely se mantuvo así los 11 años de su relación.
Nunca se casaron y siempre compartieron la vivienda con los padres de él.
Se llamaban entre sí, afectuosamente, Gordo y Gorda.
“De él me gustaba su forma de ser.
Era buena gente, cariñoso.
Se daba a querer.
Me regalaba detalles.
Una vez me llevó a la Villa de Guadalupe.
Nos compramos un anillo, cada uno tenía escrito el nombre del otro.
Eran de metal, muy sencillos.
Baratos.
Y yo lo quise mucho por dármelo.
Me gustaban sus ojos y su boca.
Su mirada… cuando platicábamos y nos veíamos”, llora Arely.
“Mi marido siempre estaba aquí, conmigo.
Del trabajo a la casa.
Salíamos juntos a todos lados.
Siempre llegaba a dormir.
Si íbamos a una fiesta o un baile, llegábamos juntos y nos salíamos juntos.
No veo de dónde pudiera sacar dinero para darle atenciones a otra mujer, porque andan diciendo que pasó lo que pasó porque andaba con otra y que se la quiso robar.
Eso no es cierto.
“A él siempre le gustaba que sus hijos estuvieran bien.
A mi hija le hacía sus fiestas de cumpleaños.
Una vez hizo el esfuerzo de traerle una botarga de Hello Kitty.
Y en otra ocasión les regaló una imagen de la Virgen de Guadalupe con el nombre de la niña, y una de Cristo con el nombre del niño”.
Pepe trabajó como repartidor de cilindros de gas; aprendió el oficio de moldurero o colocador de hule en los marcos de puertas y ventanas de autos, y finalmente tomó el camino de su padre y se hizo albañil.
Su vivienda no tenía losa.
El techo estaba armado con láminas de cartón.
Poco a poco, y para mejorar la estancia, él mismo construyó el techado.
Un año después de haberse unido a Arely, llegó su primera hija.
Nació el día en que el calendario de la Iglesia católica dedica a santa Laura.
Era un nombre demasiado simple, así que Pepe buscó una solución para que su hija se distinguiera: la encontró en una canción del brasileño Roberto Carlos.
La bautizó como Lady Laura y hoy tiene 10 años de edad.
Aunque Pepe estaba ilusionado con tener un hijo varón, las limitaciones económicas impedían que la pareja considerara ni por asomo un nuevo embarazo.
Así que él suplía la carencia de un hijo con la amistad y cercanía que había entablado con dos muchachos vecinos, Luis Alberto yRaúl, a quienes vio crecer desde pequeños, desde que él y su familia llegaron a Tezompa.
* * *
En Tezompa no hay persona que no haya contratado a El Gómez Chico para colar un techo, levantar una barda o construir una casa.
Nadie expresa la mínima queja en su contra.
El dueño de la tienda de materiales de construcción jamás tuvo un problema con él.
No tenía enemigos ni le gustaba armar pleitos con nadie.
Y no era de los que abusan a la hora de cobrar.
“Mi trabajo me recomienda.
No necesito cobrar ni más ni menos”, le agradaba decir con orgullo y autoridad.
“Era de las personas que por un buen amigo se quitaba la camisa”, resume un vecino.
“Eran buenas gentes, personas de trabajo”, comenta el delegado de San Juan Tezompa.
“Si tenía medio kilo de bisteces —ejemplifica su hermana Verónica—, me hablaba: ‘Vente carnala, vente con tus hijos’.
Nunca escatimaba en ese tipo de cosas.
Le gustaba que todos estuviéramos en la mesa”.
Verónica camina hacia la recámara de su hermano.
Vuelve con una fotografía y se sienta en la salita de la casa.
Muestra la imagen de un hombre de 1.70 metros de estatura, cercano a los 80 kilos de peso, con una evidente barriga.
Moreno claro, ojos grandes y cafés.
Cejas pobladas y juntas.
La boca pequeña, el caballo lacio y corto, con un bigote que se dejaba crecer como una sombra sobre el labio superior.
—Tenía su porte mi hermano —dice orgullosa–.
¿Usted le ve cara de ladrón, secuestrador o violador? —pregunta con tono indignado, sin esperar respuesta (…).
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