II
El pueblo era pequeño y pintoresco, ubicado en medio de dos grandes cerros.
Por el oriente estaba el cerro “de la tanilpa” y por el poniente el cerro “enorme” con una equidistancia de cinco kilómetros. Durante el tiempo de secas el paisaje estaba compuesto por árboles de distintas especies, propias de la zona tropical, generalmente deshojados, mismos que reverdecían al llegar la época de lluvias, confiriendo entonces una vista por demás agradable, llena de vida y frescura.
El rio que corría por en medio del pueblo y que lo horadaba de norte a sur serpenteando entre las casas y patios y atravesando calles había crecido considerablemente, pero no tanto como para alarmarse pues aun podía ser vadeado, y esto ya es decir mucho, puesto que ese pequeño rio que medía en tiempos de secas no más de quince metros de anchura, durante la época de lluvias había llegado a crecer enormidades, arrastrando todo obstáculo que se interpusiera en su camino, ya fueran piedras, montículos, animales, incluso personas y casas.
Todo mundo sabía que ese río, la Hontana, nunca se secaría, ya que pocos kilómetros arriba había una poza enorme, una especie de estero pantanoso rodeada por un lado de grandísimos y vetustos macahuites responsables de conferirle una sombrosa y lóbrega apariencia.
Las lianas hechas manojos colgaban de las robustas ramas, donde se albergaban escurridizas ardillas, martas e iguanas, así como pájaros e insectos, formando un perfecto ecosistema. Por un costado se veían arbustos y plantas siempre verdes, como el quequezque, luto de Juárez y platanillo que, audaces, se aventuraban unos metros aguas adentro.
La poza era, como dije anteriormente, enorme. Mediría unos ciento setenta o ciento ochenta metros en la parte más ancha.
Se completaba con una pared de piedras de donde brotaba el agua en abundancia. El agua era tan clara y cristalina que cualquiera podría haberla bebido sin temor.
Mas no era así. Nadie en su sano juicio osaría acercarse a menos de cincuenta metros de la orilla, ya que en toda la periferia abundaban los reptiles. Sapos, ranas, lagartijas y serpientes de todos los colores y tamaños pululaban por las abundantes yerbas y zacates, compitiendo por mantener un palmo de terreno para subsistir en medio del hacinamiento en que vivían.
La vista no podía ser más grotesca y se apreciaba al estar encaramado en las piedras de la ladera del cerro que ofrecía sus faldas frondosas en los días soleados en que lograban penetrar algunos tímidos y brillantes rayos de luz para medianamente iluminar “la poza”, como todos la llamaban.
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